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Portada » Blog » Una historia más que probable. Los vinos de Jerez 1- 4

 

El Marco de Jerez – Una región privilegiada

El Marco de Jerez se encuentra situado en el noroeste de la provincia de Cádiz, la más meridional de la península Ibérica. Enclavada en la costa atlántica y enmarcada por los ríos Guadalquivir y Guadalete, se trata de una región privilegiada, en la que se concentra la esencia más pura del carácter de la Baja Andalucía: la luz, el mar y un paisaje de colinas blancas y suaves, en las que los trigos, los girasoles y el viñedo se turnan a lo largo del año para teñir de verde sus laderas.

Al norte, el imponente cauce del río Guadalquivir y sus marismas y, más allá, la extraordinaria reserva natural del Coto de Doñana. En el sur, los viñedos se mezclan con salinas y pinares. Hacia el interior, las suaves colinas cada vez se hacen más escarpadas, anunciando su proximidad a la bella serranía de Cádiz. Y a poniente, el mar. La costa atlántica, que desde Sanlúcar a Chiclana impregna con su influjo a todo el Marco de Jerez, aliviando con sus brisas el calor de los largos días de verano. Una costa de extensas playas de arena blanca, dominada por la milenaria ciudad de Cádiz, que contempla la región desde el propio mar, al otro extremo de su bahía.

1 El Marco de Jerez,

“…se trata de una región privilegiada, en la que se concentra la esencia más pura del carácter de la Baja Andalucía”

Las benignas condiciones climáticas y los recursos de la zona propiciaron asentamientos humanos en la zona desde la más remota antigüedad.

Hoy, un buen número de importantes localidades festonan la región, a escasos kilómetros unas de otras. Nueve de ellas poseen en sus respectivos términos municipales viñedos acogidos a la Denominación de Origen: Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda, Chiclana de la Frontera, Chipiona, Puerto Real, Rota, Trebujena y Lebrija, localidad ésta última perteneciente a la provincia de Sevilla.

La Zona de Crianza

 

Jerez de la Frontera es la principal de las ciudades del Marco y capital de la región vinícola a la que da nombre. Asentada en una de las múltiples colinas que dominan la amplia campiña de tierras albarizas, a caballo entre la cercana serranía y las luminosas ciudades costeras, Jerez es una ciudad pujante y dinámica, en la que el vino comparte protagonismo con otras señas de identidad seculares como son el arte flamenco o la cría del caballo. Una ciudad moderna de más de 200.000 habitantes, pero consciente y orgullosa de un legado de siglos, en el que la industria vinícola ha jugado un papel esencial, conformando la ciudad tanto desde el punto de vista urbanístico como cultural.

A pocos kilómetros de Jerez, en la confluencia del río Guadalete con la cercana Bahía de Cádiz, se asienta El Puerto de Santa María, histórica ciudad, vinícola y marinera a partes iguales y destino turístico de primer orden, gracias a la excepcional calidad de sus playas y a su privilegiada ubicación en el corazón de la Bahía.

Más al norte, en la desembocadura del río más emblemático de Andalucía, el Guadalquivir, y frente al impresionante Coto de Doñana, se encuentra el otro vértice del mítico triángulo del Jerez: Sanlúcar de Barrameda. Ciudad de rancio abolengo y lugar de origen de la Manzanilla, vino que por su carácter marinero alcanza su máxima expresión en conjunción con la extraordinaria gastronomía local.

La Zona de Producción

 

No lejos de Sanlúcar, río Guadalquivir arriba, se encuentra la localidad ribereña de Trebujena, tierra de viticultores desde tiempos remotos y que año tras año celebra la llegada de los nuevos mostos, auténtica savia de este laborioso pueblo. Los viñedos situados más al norte de la región entran ya en el término municipal de Lebrija, que, aunque perteneciente a la provincia de Sevilla, comparte con las localidades vecinas del sur su antigua tradición vinatera.

En el extremo más occidental de la provincia de Cádiz se sitúa Chipiona -la Turris Scipiona de los romanos- con su impresionante faro, que sigue siendo referencia para los navegantes y que es el hogar preferido de una de las variedades más emblemáticas de la viticultura del Marco: la moscatel. Algo más al sur, enmarcando ya la Bahía de Cádiz por el norte, se encuentra la bella villa de Rota, marinera por antonomasia, pero también tierra de huerta y de viñas.

Al sur de la Bahía, cerca de los históricos asentamientos de Sancti Petri, el término municipal de Chiclana de la Frontera acoge los viñedos más meridionales del Marco, asomados a las playas, instalaciones y complejos hoteleros que han hecho de esta localidad uno de los destinos turísticos más pujantes del país. Finalmente, muy cerca de Chiclana y dentro ya del área de la Bahía de Cádiz, se encuentra Puerto Real, localidad cuyo término municipal está igualmente salpicado de viñedos en los que el cercano mar deja una impronta inconfundible.

UNA HISTORIA MAS QUE PROBABLE. LOS VINOS DE JEREZ

 

Mucho se habla de Jerez últimamente. Los medios y las redes sociales se han llenado de voces expertas -y no tan expertas- ensalzando las maravillas de ese vino legendario. Contrasta todo ese supuesto esplendor con una realidad a pie de viña y bodega no tan halagüeña, o al menos eso parece para la gran mayoría de los que sostienen, a golpe de venencia y azada, el andamiaje de una región de más de tres mil años.  No teman. No pienso hacer mi particular diagnóstico de qué pasa exactamente en el Marco, las razones históricas de que ello suceda, y hacia dónde me gustaría que se orientaran los vinos de Jerez.  En realidad, como soy temerario, me pienso aventurar en un terreno igualmente movedizo: el azar.

No trataré de dar la enésima explicación de qué es exactamente un palo cortado. Tampoco me pronunciaré sobre si se hace o, cuasi inexplicablemente, sucede, si tiene o no tiene que ver con la inopinada aparición de fermentación malo láctica, etc. Nada novedoso que aportar al respecto. Pero quizás haya cosas que el análisis histórico pueda mejorar. La pregunta no es la para mí estéril cuestión de qué es un palo cortado, sino qué sucede para que vinos como el palo cortado pasen de normales y frecuentes a anómalos y raros.  Cuestión no irrelevante si se tiene en cuenta, como veremos, que el palo cortado era considerado como el Jerez propiamente dicho durante la mayor parte del XIX ¿Cómo se pasa de la definición cuasi normativa del Jerez seco a vino excéntrico y misterioso?

Nada se entendería de ello si no se explorara un territorio no muy bien cartografiado: el origen y evolución de los tipos de Jerez seco que conocemos actualmente. Conviene que se sepa de qué estamos hablando. No se trata del tipo de vinos que desde finales del XVIII han constituido –prácticamente hasta nuestros días- el corazón del negocio de Jerez, es decir, ese vino de mezcla que los británicos han identificado como Sherry.  Se trata de lo que en el S. XIX le llamaban Natural Sherries, es decir, los vinos que sin más manipulación que la fortificación y el manejo de las soleras, han expresado las tendencias naturales de los mostos del Marco. Me centraré en los secos: lo que hoy llamamos manzanillas, finos, amontillados, olorosos y palos cortados.

Puede parecer innecesaria esta aclaración, pero un porcentaje altísimo de los vinos exportados de Jerez eran en realidad vinos de mezcla, fruto de cabeceos muy complejos, en los que intervenían proporciones variables de los jereces naturales (amontillados y palos cortados), dosis de vinos dulces (Pedro Ximénez y Moscatel), y cantidades nada inocentes de arrope y/o vino de color. Esteban de Boutelou, en una fecha tan temprana como 1807, hablaba de mezclas de “doce o más calidades de vinos” en su célebre Memoria sobre el cultivo de la vid en Sanlúcar de Barrameda y Xerez de la Fronerta (1807).

Estos vinos eran, con mucha frecuencia, elaborados a medida de las exigencias del comprador, la mayor parte de las veces un importador británico que distribuía el producto primorosamente mezclado en Jerez en las Islas Británicas: de ahí el papel clave del cuarto de muestras, y de los libros que registraban escrupulosamente las proporciones de los blends. Quiero decir con esto que mucho lo que hoy entendemos como productos finales, eran más bien materia prima. La inmensa mayoría de los británicos desconocían qué era un palo cortado o un amontillado auténticos. Según el viajero y conocedor James Busby: “En ningún caso los exportadores envían vino genuinamente natural –esto es, un vino que provenga de la prensa sin mezcla con otros de diferente calidad–“(James Busby, Journal of a Recent Visit to the Principal Vineyards of Spain and France, 1834). Con el tiempo si lo hicieron. Pero eran vinos no sólo difíciles de beber para el mal acostumbrado gusto británico, sino también, en la mayor parte de las ocasiones, inaccesibles y caros.

Ahora bien, el panorama histórico de esta piedra angular de los infinitos jereces posibles, los natural sherries, dista mucho de estar claro, a pesar de las magníficas contribuciones de Javier Maldonado.

Rosso a la historia de la aparición y consolidación del fino como tipo característico de Jerez ¿Cuándo aparecen lo que ahora llamamos vinos de crianza biológica? ¿Cuándo y por qué se decantan/separan los distintos tipos de vinos? ¿Se han alcoholizado siempre todos los jereces? ¿Existían alternativas al encabezado alcohólico? No encontrará el lector respuestas firmes y definitivas a esas preguntas en este artículo, solo esbozos de una historia probable. Requeriría un fenomenal trabajo de archivo, algo más propio de una o varias tesis doctorales que de un blog. Pero sí se parte de un convencimiento: nada de todo ello se puede explicar sin tener en cuenta la radical transformación que supuso pasar de unos sistemas de elaboración artesanales basados en la observación empírica, a otros en que la producción razonablemente predictiva de vino a escala industrial fue decisivamente facilitada por la ciencia de laboratorio y los hombres de bata blanca.

2. Cuando todo “sucedía”: observación clínica, tiza y solera. Sala de pruebas de Pedro Domecq principios del S.XX.

Dos elementos relativamente invariantes han caracterizado la vitivinicultura del Marco en los últimos tres mil años. La presencia abrumadora de suelos calizos de primera calidad, la famosa albariza, y la existencia de un clima mediterráneo relativamente cálido, pero decisivamente alterado por la poderosa presencia del Atlántico, las aguas someras de las marismas, y la desembocadura de dos ríos. Todos los jereces, modernos y pasados, han tenido que jugar con estos poderosos activos y condicionantes. A finales del XVIII, cuando comenzaban a colocarse los cimientos del Jerez moderno, los jerezanos ya estaban fermentando miles de botas de vino expuestos a los caprichos del poniente y del levante, es decir, tuvieron que aprender a navegar la alternancia entre Galicia y el Sahara.  No era tarea fácil.  Un clima cálido, pero predominantemente húmedo, propiciaba la proliferación masiva de microrganismos en los momentos más delicados y críticos de la conversión del mosto en vino. Y lo que hoy vemos como una bendición, no necesariamente lo era para unos bodegueros que estaban muy lejos de saber por qué el zumo de uva se transformaba en una bebida alcohólica.

No había entrado en escena Pasteur, se sabía poco o nada del papel de las levaduras en la fermentación de los vinos. Y desde luego, absolutamente nada de la fauna de lo que hoy llamamos velo de flor. La tasa de fracaso era espantosa, incluso en las últimas décadas del XIX. Francisco González Álvarez, en sus apuntes sobre los vinos españoles (1875) se preguntaba: “¿Qué razón justifica la pérdida, cuando menos, de una tercera parte de los vinos de Jerez, por bastos, sin aroma ni carácter determinado, cuando en otros centros con peores condiciones no sucede lo mismo?” En esas condiciones no es extraño que se discutiera sobre cuándo era mejor realizar la vendimia, o que se cargara contra la poca sanidad de las uvas (Busby, 1834) Pero, sobre todo, se criticaba mucho aquella manía jerezana de fermentar en una vasija de volumen tan modesto como es la bota. Y no lo hacía cualquiera.

El botánico y profesor de agricultura, Esteban de Boutelou, afirmaba en 1807: “los más célebres enólogos juzgan de que cuanto mayor es la porción de mosto que fermenta de una vez, tanto más íntimamente se incorporan los principios del vino, y más perfectamente se efectúa la fermentación”. En Jerez y Sanlúcar destinan para la fermentación vinosa, botas de madera, o pipas de treinta o sesenta arrobas”. También podría resultar extraño el concurso del aire, del vacío de las vasijas. Causaba perplejidad a ojos foráneos, además, que el vino no se criara en cavas subterráneas, aunque muchas veces se combinaba la desconfianza con la admiración ante los grandes edificios expuestos a la tiranía de los vientos. Y obviamente, algunos hechos no muy virtuosos fomentaban una legítima preocupación: las condiciones poco higiénicas en que se producía la pisa era una de ellas. Pero es, sin duda, la escena primitiva y nada infrecuente del transporte en carros de botas de mosto en plena fermentación tumultuosa desde las casas de viña a las bodegas de crianza en el propio casco de Jerez la que provocaba más estupor.

3. La pisa a mediados del siglo XIX, La Ilustración es de 1854.

Pero no eran los vinos malogrados los que distinguían precisamente a Jerez de otras regiones prestigiosas en aquellos tiempos, sino lo que sucedía con los vinos que sí conseguían pasar las fases críticas del proceso de vinificación.  Un hecho aparentemente inexplicable ha martirizado a generaciones de bodegueros: cómo uvas que venían de una misma viña y cortadas el mismo día, podían dar origen a vinos completamente distintos. Así, en el periódico de La Ilustración de 1854 se leía que vinos “enteramente distintos en olor, color y sabor” procedían “de la misma uva, del mismo mosto, a veces del mismo lagar”. Lo más desesperante de todo es que no se sabía “en qué consiste esta diferencia”. Treinta años después la situación no había mejorado sustancialmente. El eminente agrónomo J. Hidalgo Tablada escribía lo siguiente en el Diccionario Enciclopédico de Agricultura (1885-1889): “Nadie, que sepamos, ha tratado de investigar el origen de ese fenómeno singular, de resultar de mosto de iguales condiciones y criado en las mismas, formarse vinos diferentes.”

Ante el desconocimiento de las causas, la nariz dominaba frente al laboratorio. Era algo que ojos de los científicos era difícil de concebir a finales del XIX: “Pensar que en medio de los progresos científicos (…) se puede seguir en el antiguo sistema en que todo se confiaba al carácter organoléptico, nos parece un error de funestas consecuencias” (Gumersindo Fernández de la Rosa (1886), “Informe del Congreso Vinícola inaugurado en Madrid el 7 de junio de 1886, El Guadalete). Pero a pesar de las razonables quejas del agrónomo, era aquél un sistema de observación tan perfeccionado y complejo que no tiene parangón en la historia del vino. Si se me permite una metáfora, antes de la era del laboratorio, el trabajo en bodega presentaba una analogía no pequeña con la observación clínica y continua de un gran pabellón de enfermos, donde la cata y la tiza eran los instrumentos fundamentales de la evaluación de su progreso. Esa es la razón por la que se prolongaba en el tiempo el período del vino en añada o sobretablas, es decir, en crianza estática antes del ingresar en las soleras. Según Hidalgo Tablada, es en el tercer año cuando el vino “adquiere mayor fijeza de estilo”. Pero no bastaba eso. En puridad, cada bota en añada es un ente individual. Cuando se tienen miles, la variabilidad se convierte en ingobernable. A no ser que se encuentre un método para conducirla: el sistema de soleras que convierte aquel potencial guirigay en algo manejable desde un punto de vista comercial. La solera, es la que realmente fijaba el carácter y estilo del vino. Ello lleva a otra conclusión correlativa: el problema esencial que ataca el sistema de soleras no es, como se suele decir, la variabilidad de añada a añada. La variabilidad estaba instalada desde el principio: como hemos visto, una misma viña, en la misma añada, podía dar lugar a vinos bien distintos. Las soleras permitían reducir a unos pocos tipos que, o bien se vendían directamente como palmas, palos cortados, etc., o bien, como era lo más frecuente, formaban, por así decirlo, de los colores básicos de la paleta del pintor. Es decir, constituían la materia prima con las que se elaboraban los vinos de mezcla que constituían el grueso del negocio jerezano.

En resumen, el Marco de Jerez no es solo una región con una rica tradición vinícola, sino un enclave único donde la historia, la cultura y la naturaleza se entrelazan de manera armoniosa. Desde los impresionantes viñedos de Jerez de la Frontera hasta las playas de El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda, cada rincón de esta zona nos cuenta una historia centenaria de esfuerzo, innovación y pasión por el vino. En próximos artículos, continuaremos nuestra travesía a través de esta tierra de vinos excepcionales, descubriendo cómo el pasado y el presente se fusionan para dar vida a uno de los patrimonios vinícolas más fascinantes del mundo. ¡No te pierdas el próximo capítulo de esta apasionante historia!