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En el corazón del privilegiado Marco de Jerez, donde la tierra y el clima crean un entorno ideal para la viticultura, surge el Palo Cortado, un vino que encarna la historia y la complejidad de los vinos de la zona.
El Jerez propiamente dicho: El Palo Cortado
Cualquier análisis histórico serio de los jereces secos debe de tener en cuenta una diferencia esencial entre el pasado y el presente: la pisa en lagares de madera. Los natural sherries de calidad, es decir, los vinos que no eran de mezcla, partían de mostos que con gran seguridad debemos considerar distintos a los que hoy producen las modernas prensas. De manera general, los mostos de la pisa se dividían en tres clases, siendo el más selecto, el de yema, es decir, el que era producto exclusivo de la acción de los pisadores con sus zapatos de clavos. Sobre el papel, era este mosto el que se destinaba para la elaboración de los más selectos jereces naturales. Ahora bien, en las condiciones azarosas de las que estamos hablando, ni siquiera eso garantizaba que el vino recién salido de la fermentación fuera el más apto para su crianza. De hecho, una de las tareas esenciales, una vez terminada aquella, era deslindar los vinos más finos, de las rayas, marcados con dos (//) o más líneas oblicuas, a los que se veía como más bastos. Hoy los vinos de raya más distinguidos son una realidad comercial prácticamente desaparecida, formando parte, en el mejor de los casos, de las mezclas menos virtuosas.
A mediados del XIX o incluso a principios del XX, se consideraba que estos olorosos menos elegantes y gruesos eran, básicamente, los jereces secos primitivos. De ahí que se criaran, y vendieran, como soleras jerezanas o Jerez old style.
¿Qué pasaba con los vinos considerados más finos? A mediados del siglo XIX, y prácticamente hasta finales del XIX, los vinos más virtuosos estaban sujetos a una clasificación binaria, es decir, de entre todas las posibles tendencias que podrían manifestar miles de botas, se seleccionaban las dos que parecían más sobresalientes y de aparición más constante. Diego Parada y Barreto, en su libro de obligada lectura, Noticias sobre la historia y estado actual de cultivo de la vid y del comercio vinatero de Jerez la Frontera (1868) lo explica con claridad “Los vinos secos son todos resultado de un solo mosto, producto de todos los vidueños cultivados y no ofrecen más que dos variedades naturales, de las cuales la una constituye el vino propiamente llamado de Jerez y la otra lo que se llama vino amontillado: una y otra son resultados naturales de las evoluciones espontáneas que hace el mosto sin que el arte intervenga en gran cosa para producir uno u otro carácter (…) Entre el tipo de estas dos especies existen una multitud de variedades naturales (…) todos ellos no son más que variedades inferiores de las dos clases citadas”.
¿Qué vino era entonces el Jerez propiamente dicho? La respuesta, si seguimos a Parada y Barreto, puede parecer a ojos contemporáneos particularmente chocante: “En el lenguaje de las bodegas el vino de Jerez, propiamente dicho, se llama palo cortado, por señalársele en las botas con un palo o línea de lápiz blanco cortado oblicuamente por otra línea más pequeña”. No es un error del médico Parrada y Barreto. Es una constante de la literatura más acreditada del siglo XIX. ¿Cómo se pasa, por tanto, de la definición misma del jerez seco a una rareza cuasi milagrosa? Mucho se habla en la actualidad del papel que pudieran haber tenido variedades de uva que se cultivaban en el Marco antes de la irrupción de la filoxera en 1892. De hecho, hablamos de decenas de castas. Esa tesis es congruente con una diversidad de testimonios. Manuel Barbadillo, ya a mediados del XX, manifestaba su convencimiento de que en los olorosos antiguos intervenían variedades que no se agotaban, ni mucho menos, en la uva palomino fino. Ludwig Thudichum, en su A Treatise on Wines (1896) mencionaba el papel determinante de la casta perruno. Eduardo Abela, por su parte, en El libro del viticultor (1885) afirmaba lo siguiente sobre la variedad Mantuo de Pilas: “La uva de esta variedad da muy buen vino, de bastante cuerpo, y al que pueden atribuirse en gran parte las cualidades del más renombrado, como jerez, en estilo Palo cortado, con su color de oro intenso, su sabor pastoso y su perfume.” Ahora bien, la desaparición de algunas castas debe ser puesta en conexión con la reorientación general de los procesos productivos en el Marco. No hay una sola clave explicativa. Distintos factores se interrelacionan.
Comencemos por lo primero: el supuesto misterio del palo cortado parte de un equívoco basado en el anacronismo. Se asume implícitamente que en el pasado los palos cortados ocurrían en el sentido moderno del término, es decir, que existen otros tipos de vinos razonablemente predictivos desde la viña a la botella, olorosos, finos, amontillados, y luego un vino que el discurso dominante hoy en día asume como azaroso o casual: el palo cortado. También se suele creer que, por alguna razón ignorada, la frecuencia de esos sucesos era mayor antes de la filoxera. Pues bien, esto es una representación radicalmente errónea de lo que realmente pasaba. Si se lee atentamente a la inmensa mayoría de los tratadistas decimonónicos, uno advierte que eran todos los estilos de vinos los que ocurrían, no sólo los palos cortados. La razón es sencilla: no había manera de producir predictivamente los jereces, el azar era la norma, no la excepción. A lo más a lo que se llegaba era a una estimación cuantitativa de la frecuencia de la ocurrencia de los distintos tipos: los palos cortados/olorosos eran, por así decirlo los más frecuentes. Aquella, junto con la mayor antigüedad, es la razón de que al palo cortado se le considerara el jerez propiamente dicho dentro de los vinos finos, es decir, aquellos vinos que no son de raya.
Y en este contexto, en que todos los vinos suceden, también ocurren otras cosas relevantes. Una de ellas es la extensión rampante de la casta palomino, cosa que ya detectaba Boutelou en 1807. Sin duda su expansión, muy anterior a la filoxera, se debe a que es una variedad resistente y productiva. Pero no hay duda de que esa tendencia general se reforzó al detectarse que sus mostos tendían a mostrar una cierta propensión a convertirse en palmas/amontillados. En un momento en que no se había identificado a la flor como gran responsable de lo que hoy conocemos como gran divisoria entre vinos de crianza biológica y vinos de crianza oxidativa, esta no era una cuestión menor. Como por otra parte, y como veremos, la demanda se orientaba cada vez más hacia los escasos finos/amontillados, todo conspiraba para que la casta palomino acabara por desplazar a otras variedades más azucaradas que daban lugar a mostos más gordos. Evidentemente, los palos cortados, y también los olorosos, debían de ser distintos a los que ahora conocemos.
Pero no es esta, a mi juicio, ni el único, ni posiblemente el más importante de los factores. Tanto Diego Parada Barreto (1868), como Henry Vizetelly (Henry Vizetelly (1876), Facts about sherry, gleaned in the vineyards and bodegas de Jerez, Seville, Moguer, & Montilla Districts during the Autumn of 1875), entre otros muchos autores, no establecían una diferencia esencial entre olorosos y palos cortados, dentro de un contexto general en el que se creía que todos los tipos acababan por converger. Vizetelly precisa que el palo cortado con el paso del tiempo -y el concurso de las soleras- se convierte en oloroso: no hay diferencias, por tanto, de cualidad entre uno y otros. Eduardo Abela es de la misma opinión. La pregunta no es fácil responder: ¿Por qué separan sus caminos el oloroso y el palo cortado? ¿Cuándo pasa a ser el palo cortado un subtipo del oloroso, tal como aparece ya reflejado en las clasificaciones de los años 1930? ¿Por qué se revierte la lógica?.
No es fácil responder a esta cuestión, pero me atreveré a lanzar una hipótesis: tiene mucho que ver con la invención del oloroso moderno, que poco se parece a los palos cortados/olorosos de antaño. Comencemos por el principio: los olorosos de hoy son, en no pocas ocasiones, vinos que proceden de mostos de segunda prensa, mientras que los palos cortados/olorosos de entonces eran vinos finos procedentes de mostos de yema. La segunda diferencia clave tiene que ver con los larguísimos períodos de tiempo en que el vino, recién fortificado tras el deslío, permanecía en observación como añada o sobretablas antes de rociar las soleras. Teniendo en cuenta que durante este lapso temporal –tres o cuatros años- el vino permanecía bajo observación encabezado a una graduación modesta –lo contrario impediría la aparición de los valiosos palma/amontillados- estos vinos predominantemente oxidativos a los que se llamaba palos cortados es más que presumible que tocaran la flor. Es decir, no son vinos puramente oxidativos como los olorosos de hoy en día, los cuales, en su gran mayoría, una vez terminada la fermentación son fortificados a una graduación que impide el desarrollo del velo.
Y aquí nos encontramos con una de las claves frecuentemente olvidadas: la lógica que movía el encabezado alcohólico a mediados del XIX era distinta a la que informa la actual práctica bodeguera. La flor estaba, como veremos, bajo sospecha. No se conocía a qué umbrales alcohólicos se desarrollaba mejor la flor a la vez que se impedía que otros microrganismos atacaran al vino, o qué cantidad de alcohol era necesario adicionar para impedir su desarrollo. Lisa y llanamente: nada parecido a la práctica axiomática que vertebra nuestros vinos actualmente, basada en que los vinos de crianza biológica se encabezan a 15º (aprox.) y los de crianza oxidativa a 18º (aprox.). El criterio era distinto. Se sobreentendía que los mejores vinos necesitaban poco alcohol, incluso se llega a decir que ninguno, mientras que los peores eran fuertemente encabezados. Cabe imaginar, además que el alcohol se tenía siempre a mano cuando se detectaba alguna posibilidad de que el vino estuviera en riesgo. Pero no se trataba de segundos encabezados orientados a liquidar los restos de la crianza biológica –práctica común en nuestros días- sino que eran recursos guiados por el único propósito de evitar la catástrofe. Y todo ello, sin contar con las posibles inexactitudes a la hora de medir el porcentaje en alcohol de las botas, o las obvias diferencias entre los alcoholes de hoy y los de antaño.
Los jalones de ese proceso empírico de prueba y error que han llevado de una lógica del encabezado a otra bien distinta es un tema de investigación fascinante del que confieso no poder aportar mucho. Cierto es que el prestigioso ingeniero agrónomo Gumersindo Fernández de la Rosa ya hablada en términos muy reconocibles a ojos contemporáneos cuando decía en 1886 que podían “reducirse todos los vinos naturales jerezanos” al “fino, el amontillado, el palo cortado, la raya y el oloroso” Es decir, existían síntomas evidentes de que empezaban a separarse las aguas de palos cortados y olorosos. Quizás esto de pistas sobre un uso del alcohol que comenzaba a aproximarse a lo que conocemos en nuestros días. Me limitaré, en todo caso, a señalar al viento que parece empujar a la nave: la creciente capacidad de conducir vinos a la crianza biológica, facilitado, en un primer momento, por el altísimo desarrollo de los métodos de observación empírica y de conducción de la flor a través de las soleras, y, muy posteriormente, mediante la aplicación del conocimiento científico-técnico de laboratorio. Los vinos de crianza oxidativa, en un proceso mucho más lento de lo generalmente supuesto, se han ido convirtiendo en el resto de una industria que ha acabado por dirigirse, fundamentalmente, a la elaboración de vinos de crianza biológica. Es exactamente la situación contraria a la que se daba durante el siglo XIX. El palo cortado era el tipo, por así decirlo, dominante de los vinos finos –es decir, los que no eran rayas– dentro de un proceso fundamentalmente azaroso. Hoy -si es verdad que ocurre– se trata de un fallo dentro de una cadena de producción predictiva orientada a la poner en el mercado vinos bajo velo. Queda mucho para poder rellenar los huecos de esa historia probable. Pero se parte de dos mundos distintos que hacen poco aconsejable que proyectemos categorías contemporáneas al pasado.
A medida que nos adentramos en los matices y misterios del Jerez, encontramos en el Amontillado otro enigma fascinante. La siguiente parada en nuestro recorrido nos lleva a explorar “El misterio del Amontillado”, donde desentrañaremos cómo este vino, considerado en sus inicios una creación moderna y rara, se ha convertido en un elemento esencial del legado jerezano.