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Tierra de vinos
En Andalucía, la cultura del vino es algo extendido desde la antigüedad, se cree, de hecho, que desde tiempos fenicios. Allá por el 1100 a.C. estos comerciantes y marineros semitas introdujeron la producción vinícola en sus colonias de Sphania, seguros de que las condiciones de estos territorios en los confines del mundo conocido eran óptimas para su producción… y no se equivocaron.
Hoy sabemos que estos pioneros estuvieron en lo cierto, desde esa remota época, las vides se extendieron por los territorios del sur de la Península Ibérica y permanecieron en continua explotación hasta ser una de las producciones vinícolas más importantes en época imperial romana, sin ir más lejos.
Los vinos de la Baetica se comercializaban por todo el Imperio Romano, y los arqueólogos han llegado a localizar vasijas con sellos locales en todos los confines de su extenso territorio, así como improntas de las vides en prácticamente todos los entornos urbanos del trocito de mundo que hoy comprende Andalucía.
Los romanos llevaron la producción enológica a tal grado de perfección y rendimiento que sus usos e ingenios se mantuvieron casi inalterados hasta época contemporánea.
De hecho, en los Siglos XVI y XVII, el comercio americano hizo que los vinos sevillanos (donde se concentraba principalmente la producción vinícola de la región) embarcaran hacia ultramar, ya que su graduación los hacía más estables y menos perecederos que otras variedades. El tiempo que la casa de la contratación estuvo activa en la ciudad Hispalense generó algo así como un monopolio en la exportación de caldos en barrica que cruzaban los mares para llegar, en parte, hasta Cuba y Méjico.
Esa enorme comercialización multiplicó de forma exponencial el número de bodegas y viñedos asentadas por el Aljarafe, bodegas que continuaron con el sistema tradicional romano, que no sufrió variaciones de importancia hasta la implantación por parte de los ingleses de las novedosas y grandes bodegas de mediados del Siglo XIX, la mayoría de las cuales están activas a día de hoy.
¿Qué hace un vino como tú en un sitio como este?
Aunque son innumerables los honores que se pueden adscribir a los vinos andaluces, cuya calidad e identidad es sobradamente conocida, hace poco tiempo se ha unido uno más, tal vez el menos esperado en esta lista: El vino más antiguo conservado (y descubierto) hasta la fecha es nada más ni nada menos que un vino Andaluz, se trata de un caldo presumiblemente semejante a la variedad de vinos finos, y se ha descubierto este mismo año en Carmona, Sevilla.
Si no resulta ya de por si asombroso el hallazgo de vino datado en el Siglo I d.C., el lugar en el que se ha encontrado, tal vez sea sorprendente para algunos: en el interior de un mausoleo perteneciente a una familia patricia.
El líquido se ha hallado intacto en el interior de una vasija de cristal sellada al vacío, conservada dentro de una urna de plomo, pero lo que es definitivamente inaudito para los especialistas, es que ese recipiente con vino contuviera, además, los restos óseos calcinados de un varón adulto de unos 45 años, acompañados de un anillo de oro, y de unas piezas de marfil tallado.
Ningún texto escrito en época romana cita dentro de los ritos y costumbres fúnebres esta sorprendente práctica de introducir en vino los huesos tras su cremación, pero sí que describen pormenorizadamente la íntima ligazón que existía para estos antepasados nuestros entre vino y muerte.
Vino y vida, vino y rito, vino y muerte en Roma
El vino, la producción del mismo, ha sido un marcador de la vida rural y de los tiempos de paso desde que el mundo es mundo, la agricultura siempre ha organizado la vida de los pueblos, y en Roma, eso no era diferente.
El altísimo desarrollo vinicultor romano innovó constantemente soluciones que mejorasen todas las fases de la producción enológica, y cada momento del año tenía su Vinalia o festividad religiosa que celebraba -ya fuera en primavera la vendimia, o en septiembre el momento en que comenzaba un nuevo ciclo vinícola- la importancia del ciclo del vino para las comunidades.
El ciclo del vino podía entenderse como un resumen del propio ciclo de la vida, o del paso de los humanos por la tierra: desde el momento en que las simientes de las vides son sembradas, hasta que el vino, ya madurado, era conservado y transportado en ánforas, toneles o botas de piel, para ser consumido, y desaparecer definitivamente.
Pero por otro lado, el vino en época romana era un elemento facilitador del contacto con los dioses, la embriaguez, los efectos que producía en la consciencia se entendían como estados proclives al intercambio con la divinidad.
El vino en su uso ritual y religioso, era cosa de Júpiter (el Dios de los Dioses, el más poderoso y el responsable de las fuerzas de la naturaleza), pero en su consumo doméstico se relacionaba con Venus (la diosa del amor, la belleza y la fertilidad) esa dualidad de sentidos y significados es fácil de entender desde nuestro punto de vista, un uso lúdico del vino y un uso sagrado del mismo.
En esta ocasión, como elemento clave en este enterramiento, suponemos que conviven ambas facetas, la solemne y sacra, así como la relativa al amor y la esperanza en el carácter regenerador de la naturaleza.
Además, el vino era un elemento ordenador de la esfera social, un diferenciador, una bebida que se producía únicamente una vez al año, y que estaba reservada a las clases más poderosas, no como la cerveza, que era la favorita de las clases bajas y siempre estaba disponible (tal vez por eso decimos que era su favorita).
Un último adiós… bañado en vino
Volvamos a la idea de que la inmersión de restos óseos en vino es una práctica única, nunca antes vista y nunca documentada. Es un verdadero hallazgo excepcional, aunque sabemos que el uso del vino en Roma está íntimamente ligado a la ritualística fúnebre.
Desde la óptica romana, era imprescindible sufragar ciertos honores funerarios bien establecidos para evitar la conversión del alma del fallecido en una sombra sin descanso que vagase por el más allá. Después de la muerte, los romanos entraban en una especie de trance sombrío sin sentido, en el que la consciencia y la inconsciencia se contaminaban mutuamente, un estado de desesperanza que era temido por unos (aquellos que tenían en su mano la posibilidad de sufragar todos los ritos necesarios para evitar este destino, en los que el vino jugaba un papel esencial) y aceptado por otros (la mayor parte de la población, esclavos y clases bajas que no podían permitirse rituales fúnebres).
Cuando un ciudadano de clase alta fallecía, lo primero que debía hacerse era llamarle tres veces por su nombre (para asegurarse de que efectivamente había muerto) a continuación, su cuerpo se lavaba, perfumaba y aceitaba, se vestía con atuendos solemnes, y se disponía en un lecho de madera ligero, especialmente diseñado para ser transportado a hombros e incinerado en la pira.
Sus familiares más cercanos tenían el privilegio de cerrar sus ojos y besar uno a uno sus labios, gesto absolutamente necesario, ya que era la forma de sellarlos evitando que el alma se escapase por la boca, además, debían colocar una moneda a su lado, para pagar al barquero que con su barca conduciría al alma al lugar del inframundo que le correspondiera al finado, según hubiera sido en vida y según los fastos que recibiera en su funeral.
Durante los primeros siete días, el cadáver era velado en su casa, siempre con los pies dispuestos hacia la puerta, para salir finalmente, como decimos aún hoy “con los pies por delante”.
El séptimo día, al llegar la noche, un cortejo fúnebre lo trasladaba sobre su lecho, con esclavos que portaban antorchas, tocaban instrumentos, lloraban y se llenaban de tierra los cabellos, y los familiares y amigos, portaban retratos del fallecido y grandes pancartas en las que relataban de cierta manera los hitos más importantes de su vida y de la familiae a la que perteneció.
Se colocaba seguidamente el lecho de madera sobre la pira, se encendía con las antorchas que habían acompañado al cortejo, y se abrían de par en par los ojos del cadáver, para que pudiera ver cómo su alma ascendía junto con el humo. En ese momento, el vino entraba en juego, ya que en la pira se entregaban alimentos, animales sacrificados, agua limpia, y se vertían vinos sobre ella para apagarla definitivamente.
Una vez extinta la hoguera, varias horas más tarde, los restos óseos calcinados eran separados de las cenizas, lavados con leche y vino (el alimento de los vivos y el alimento de los ritos), almacenados en vasijas, cistas o vasos de diversas formas y llevados a su lugar de descanso definitivo: los mausoleos familiares.
Estos mausoleos, siempre dispuestos junto a las vías principales que salían de los núcleos urbanos, exhibían lapidas con epitafios e inscripciones relativas al nombre, y estirpe familiar del difunto, así como su ocupación o algún dato biográfico reseñable.
Los romanos creían en una única posibilidad de vida “placentera” en el más allá: aquella que derivaba del recuerdo. Sólo aquellas personas que fuesen recordadas a lo largo del tiempo evitaban el destino final de convertirse en una entidad perdida (llamados Penates), sin conciencia, vagando el inframundo o actuando como un ente molesto y desgraciado entre los vivos (los temidos Larvae, Manes y Lemures).
Durante diez meses se alargaba el luto de la familia directa y anualmente, en los mausoleos, se reunían los allegados para de nuevo nombrar de forma ritual a sus fallecidos, ofrecerles miel, alimentos y vino en el interior de los de los mismos, y de esta manera apaciguar sus espíritus y de alguna forma disminuir sus infelicidades.
El mausoleo en que se han encontrado estos restos humanos, acompañados de los elementos de marfil que decoraron su lecho fúnebre y un anillo de oro, servía de sepultura a otros cinco adultos (tres mujeres y tres hombres en total) de los que sólo se han conservado dos nombres: Hispana y Senicio (desgraciadamente ninguno de ambos corresponden a los restos del vino que nos ocupan), se han encontrado también ungüentarios y perfumeros labrados en cristal de roca sellados al vacío, conteniendo esencias de pachulí posiblemente traídas de las afamadas casas perfumeras de la propia Pompeya… todo claras muestras del enorme poder que debieron tener sus ocupantes en vida.
Desconocemos el motivo por el que este ciudadano romano en concreto fue dispuesto en su último momento sumergido en vino (considerando la importancia que esta bebida tenía para la sociedad romana), así como desconocemos su nombre y ocupación, su familia o procedencia, pero si tenemos en cuenta que la esperanza en lo más parecido a una vida eterna que tenían los romanos estaba basada en que sus nombres, y algunos de sus datos biográficos permaneciesen recordados y repetidos, podemos decir que este patricio carmonense tiene medio camino hecho.
A lo mejor no podemos nombrarle o rememorar sus hechos más notables, pero estudiando e investigando acerca de su inédito funeral, destacando la importancia de este descubrimiento tanto a nivel arqueológico, como histórico y como antecesor de los ricos vinos de nuestra tierra, puede que estemos alargando o reavivando su pervivencia como lo que se conocía como uno de los Lares, un espíritu protector de su árbol genealógico, y de cierto modo, a algunos vecinos de Carmona se les está sumando en estos días un nuevo ángel de la guarda…que lleva toga.
¿pero… qué hace un vino como tú en un sitio como este?
Al igual que los descendientes de nuestro anónimo difunto, la estirpe de este vino sigue entre nosotros, los mismos principios físicos y químicos se siguen utilizando (a grandes rasgos) en su producción, en el mismo espacio, con las mismas materias primas, la misma devoción, pero en diferente tiempo.
Los vinos finos de Jerez, los cordobeses vinos de Montilla-Moriles, son herederos naturales mejorados y perfeccionados de aquellos caldos que con tanto saber hacer se preparaban en lagares no muy diferentes a los que aún hoy conservan y utilizan pequeñas explotaciones locales y claros antecesores de las grandes y modernizadas bodegas andaluzas…pero esa es otra historia que iremos desgranando en futuras entradas, en las que los ricos vinos de nuestra tierra nos demostrarán que la devoción por el vino es tan nuestra como lo fue hace 2000 años, en la que el vino nos acompaña en los actos más relevantes de nuestra vida social, personal y religiosa.
La respuesta a la pregunta ¿qué hace este vino aquí? Es sencilla: está justo donde debe estar, donde ha estado siempre, envejeciendo rodeado de los suyos, de los campos de viñas que siempre hubo y habrá en una región rica en vinos que sabe elaborarlos, disfrutarlos y santificarlos.