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Portada » Blog » Hospitales con historia: Hospital de San Lazaro, Sevilla (1/3)

El Hospital de San Lázaro, antiquísimo Lazareto de Sevilla

Sevilla es hoy en día una ciudad que destaca por su cobertura sanitaria, el número de centros dedicados al cuidado de la salud en la capital, está bien nutrido por Hospitales públicos y privados, algunos de los cuales son referente a nivel nacional en varias de sus disciplinas, en los que la investigación, la tecnología y la innovación son pilares fundamentales de su ideario y de su actividad cotidiana.

Pero estos hospitales no son algo de reciente creación, de hecho, uno de ellos nació el mismo día en el que las tropas del rey Fernando III se asentaron en los prados que rodeaban a la entonces urbe musulmana de Isbiliya para comenzar el asedio de dos años que dio lugar a su conquista en 1248. Este es el caso del Hospital de San Lázaro, que atesora la friolera de 766 años de existencia.

La enfermedad, el alma, su cuidado y la reina de los males: la lepra

Es necesario que aclaremos que 3 tipos de hospitales coexistieron en la Sevilla reconquistada: aquellos dependientes de cofradías, los pequeños hospitales de los que sabemos poco más que su nombre (e ignoramos si dependían de una cofradía o no) y los grandes hospitales (casi todos ellos fundados por particulares) especializados en una enfermedad concreta (como el caso del hospital de la Misericordia Vieja y su acogida de enfermos de bubas). Cada benefactor perseguía un fin concreto, por lo que podemos imaginar que las fórmulas de gestión, organización y atención de los enfermos eran casi infinitas.
Por eso, quizás hablar de enfermedades no es lo más correcto cuando profundizamos en las funciones de los primeros hospitales medievales. En una época platónica como lo era la edad media, en la que el alma se anteponía a todo lo demás, los Hospitales y Hospicios eran lugares para atender a las almas que eran albergadas por cuerpos dolientes o necesitados.
La atención espiritual de los enfermos era lo primero, un mandamiento extraído de los textos Bíblicos. Unida indisolublemente a la caridad, la atención de las almas menesterosas era, además de vía de salvación religiosa, un servicio que había de prestarse obligatoriamente a la comunidad. A medida que avanzaban las décadas, estos lugares se hicieron más numerosos y complejos, y comenzaron a acoger no sólo a peregrinos o personas sin recursos ni oficio, sino también a huérfanos, ancianos, enfermos mentales y a afectados por epidemias o enfermedades crónicas tales como la lepra.

Un leproso era uno de los individuos más temidos en las ciudades medievales, donde el hacinamiento, la falta de higiene y la insalubridad convivían con la propagación de origen desconocido de numerosísimas infecciones. No conocían muy bien la manera de propagarse de las dolencias, pero intuían que, de alguna manera, la cercanía o el contacto estaban estrechamente relacionados con los contagios. Por ello, y desde la antigüedad, la mejor profilaxis ante la lepra era la distancia.

Tengamos en cuenta que por lepra se tenía casi cualquier enfermedad que entre su catálogo de síntomas comprometiese la salud de la piel, independientemente de su mortandad o sintomatología. Ha quedado, por tanto, en el imaginario colectivo reflejada la lepra como una de las infecciones más irrefrenables, mortales y contagiosas de épocas pasadas. Sin embargo, la lepra, la verdadera lepra, no es extremadamente contagiosa, como sí lo eran otros males que se manifestaban a nivel dermatológico.

El futuro-no futuro de un leproso en la edad media: dejarse morir… bien lejos

Las leproserías o lazaretos, Hospitales bajo la advocación de San Lázaro, eran lo opuesto a todo lo que podemos ligar hoy al concepto de hospital, eran más que lugares donde tratarse, reponerse o mínimamente estabilizar la enfermedad, lugares donde apartar a los enfermos y esperar a que, de puro abandono e inacción, muriesen. La atención de estas enfermedades se basaba en la oración, la ración diaria de una comida insuficiente y largas horas de aire libre.

De hecho, desde el mismo momento en que se decidía que el enfermo era un leproso, se asumía su muerte en dos planos: la muerte inmediata para el mundo y la muerte que irrefrenablemente iba a llegar más pronto que tarde, la de su cuerpo.

La muerte inmediata era la del plano social del individuo, de hecho, la entrada en el lazareto se materializaba en un entierro fingido que tenía lugar en la capilla, en el que el “paciente” se recostaba en un lienzo negro sobre el suelo, y permanecía ahí acompañado por las oraciones del capellán en una misa celebrada en su honor. Las últimas palabras que recitaba el capellán eran: Hijo mío, hoy mueres para el mundo, y resucitas para Dios. La idea, desde luego, estaba clara.

A este desconcertante rito podían acudir sus familiares o amigos (a una prudente distancia), para despedirse para siempre, así como su mujer (en caso de que estuviera casado) que, contagiada o no, era recluida en el lazareto de por vida con él. (No es difícil imaginar que su muerte estaba cerca también, debido a las múltiples enfermedades que convivían en las leproserías y la nula conciencia de prevención que existía en aquella época).

El Hospital de San Lázaro, con su legado de siglos en la atención a los enfermos de lepra, ha sido testigo de la evolución de Sevilla, desde sus primeros días tras la Reconquista hasta convertirse en uno de los hospitales más antiguos de Europa en uso continuo. A lo largo del tiempo, este hospital no solo brindó atención a quienes sufrían de una de las enfermedades más temidas de la época, sino que también estableció una relación única con la ciudad. En el siguiente capítulo, exploraremos cómo surgió esta institución y la profunda conexión entre los enfermos de lepra y Sevilla, un vínculo que dejó una huella imborrable en la historia de la ciudad.